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Mensaje por Rapsodia Vie Jul 18, 2014 3:20 pm

La Golondrina

Era la tercera vez que sonaba aquella canción en la radio y yo ya era capaz de susurrar la letra sin cometer ni un solo fallo. Era una petardada de canción, como todas las que se hacen llamar “canciones del verano”, pero era irremediablemente pegadiza y escuchar la radio era lo único entretenido que podía hacer durante las dos horas y media de viaje que nos quedaban por delante. Ya estábamos a medio trayecto, siempre desplazándonos al norte por carreteras comarcales, estrechas y mal asfaltadas, con curvas imposibles y cerradas, flanqueadas por bosques de abetos y pinos que ya comenzaban a amarillear a causa de la excesiva sequía que estaban sufriendo durante el verano.

Los valles por los que pasaba la serpenteante carretera cada vez eran más cerrados y las montañas que nos rodeaban se iban escarpando, cada vez más juntas y altas. Parecían observarnos viajar hacinados, metidos a presión en aquel vejestorio de coche al que mi hermano llamaba “Viejo Tío Fede”, porque decía que olía como el pariente rarito de nuestro padre. Adrián siempre tuvo una capacidad ligeramente inquietante para relacionar cosas que no tenían por qué guardar conexión.

Lo peor del Viejo Tío Fede es que su único uso factible era el de rodar por carretera traqueteando y de mala gana. No tenía ni aire acondicionado, cosa en aquel momento era una autentica desgracia, ya que según la radio que mi padre había adherido con cinta aislante al salpicadero, aquel iba a ser el verano más caluroso del que se tenía constancia. Lo cierto es que no era falta que nadie diera la noticia en el telediario, ya todos habíamos notado que aquel verano iba a ser difícil de soportar. De haber podido yo me habría quedado con Mariana y con Adela en la piscina, a la sombra de un buen árbol, refrescándonos con limonadas y jugando a las cartas. Cuchicheando sobre si a la de enfrente la braga del bikini le quedaba pequeña o si el combinar naranja fosforito con verde lima era hortera o innovador.

El sol caía a plomo sobre aquella lata de sardinas, por lo que la única forma de soportar el calor era tener todas las ventanas bien abiertas. El aire entraba silbando a todo trapo e impedía que  la conversación que mantenían mis padres pudiese llegar a mis oídos. A mi lado, mi hermano Adrián intentaba terminar el último de los sudokus de las revistas que habíamos traído para entretenernos. Sobra decir que yo no había tocado ni una, entre otras cosas porque me mareo si intento leer dentro de un coche en marcha. Adrián no daba muestras del mismo problema, y no había levantado la mirada en un largo rato.

-¡Valeria! ¿Te acuerdas de lo mucho que te gustaba bañarte en aquel regacho de ahí abajo? Te encantaba que parásemos para que te pudieras dar un chapuzón… -comentó mi padre, alzando la voz para hacerse oír sobre la corriente de aire caliente que se filtraba en el coche.

Tuve que estirar el cuello para mirar al fondo del valle que bordeábamos en aquel momento, pero al final pude ver un lecho de río que perfilaba la tierra seca, y tan solo un hilillo de agua que seguía corriendo por entre las rocas. Arrugué el gesto ante el desolador panorama y volví a acomodar mi sudada espalda contra el respaldo de mi asiento. Todo parecía enfermo a nuestro alrededor… Demasiado calor. Siempre me encantaron los parajes del norte, de allí era originaria mi familia, pero el calor asfixiante de aquel verano lo estaba achicharrando todo. Los ríos morían, los bosques amarilleaban y se volvían mustios y apagados, los pájaros apenas alzaban el vuelo y solo las cigarras se hacían oír en los campos. Era descorazonador. No pude evitar pensar en lo mucho que a mi abuela le gustaba pasear por los bosques. Decía que la naturaleza era parte del ser humano… Seguro que ver aquel verano no le habría gustado nada. Demasiado calor. Imposible pasear.

Mi abuela fue una mujer excepcional, no sé si alguien llegó a decírselo nunca, pero lo era. Recuerdo que cuando se ponía a contar una historia, fuera esta real o inventada, todos corríamos a sentarnos a escucharla con mucha atención. Era una narradora magnífica, siempre me gustó el silencio espeso que quedaba en el aire tras sus historias, era un silencio agradable que invitaba al sueño, y como por arte de magia, de pronto todos teníamos ganas de despedirnos hasta el día siguiente.

De pequeña pensaba que aquel silencio era el hechizo de dormir de mi abuela, porque yo estaba convencida de que era una bruja, pero no una bruja de las feas y encorvadas que roban bebés de sus cunas y se los cenan en sus cuevas sin cocinar ni nada… No, de esas no. Yo pensaba que mi abuela era de las que hacían pociones curativas, de las que se entendían con los animales o incluso con plantas y árboles, de las que tenían sueños premonitorios y sabían conjurar tormentas.

Ella nunca intentó disuadirme de lo contrario, como toda buena cuentacuentos, disfrutaba del misterio y de la fantasía, y cuando me pedía ayuda con sus pociones siempre terminábamos haciendo alguna infusión, un perfume o embotando tomate. Pero lo cierto es que me enseñó mucho sobre plantas medicinales y aromáticas, le encantaba la mitología y la historia, y gracias a ella me sé un montón de cuentos y leyendas que ya pocos conocen. También me enseñó a oler la lluvia antes de que llegue, a contar entre un rayo y su trueno para saber a qué distancia está la tormenta, que el barro es bueno para las picaduras o que con carbón y leche se puede preparar un antídoto genérico contra el envenenamiento.

Solía llevar siempre un bolsito de cuero marrón ceñido a la cintura, donde guardaba una pequeña navaja con la que cortar plantas durante sus paseos. Ahora, ese bolsito y la navaja son de las pocas cosas que me quedan de ella. Murió el noviembre pasado tras un periodo de enfermedad corto pero fulminante. Fue tan rápido que casi no pude hacerme a la idea, pero viéndolo con perspectiva casi lo prefiero así. A penas sufrió. Mi otra abuela no tuvo tanta suerte y pasó años con un cáncer que se la comía por dentro y la mortificaba de dolor. Yo era demasiado pequeña y no me acuerdo, pero a mi padre le sigue costando ver a gente enferma desde entonces. Es como si le diera pavor el sufrimiento ajeno. Se largó de casa espantado con la otitis de Adrián hace dos años y no volvió hasta que a mi hermano dejó de dolerle el oído.

Sí, es mejor que mi abuela se marchara rápido y sin dolor, así quedan más recuerdos buenos que malos. Fueron pocas las cosas que logré salvar de la limpia que hizo mi madre tras el funeral de mi abuela. Se deshizo de ramilletes que mi abuela había puesto a secar antes de enfermar, vació tarros y tarros de ungüentos y desmontó las casitas para pájaros que mi abuela había puesto en varias ventanas de la casa para las golondrinas. Le encantaba escucharlas cantar de par de mañana junto a su dormitorio. La de mi madre fue una limpieza casi obsesiva de lo que consideraba “tonterías de una anciana enajenada”, y es una cita de mi muy basta madre, que a veces parece tener menos sensibilidad que un ladrillo. No es que no quisiera a la abuela, es solo que su forma de expresar el luto fue del todo opuesta a la mía, chocamos en eso como en todo lo demás.

Mientras mi madre se afanaba en borrar a la abuela de su propia casa yo me dediqué aquel noviembre a ir rescatando recuerdos. Una colección de diez botellitas de cristal con sus taponcitos de corcho donde solíamos guardar los perfumes, un mortero de alabastro azul, una figura de madera tallada con forma de lobo que estaba en su mesilla, una caja con velas de cera natural de abeja que habíamos hecho juntas el verano pasado, el cuenco de madera donde mi abuela me servía la cuajada y el arroz con leche, un cuaderno escrito de su puño y letra, un montón de cartas antiguas, un par de guantes de encaje blanco y otro par de piel de cabritilla, la novela que había estado leyendo antes de ser hospitalizada, Los Miserables de Victor Hugo, el bolsito de cuero y la navaja.

Lo único que lamenté perder fueron las golondrinas, ya habían marchado cuando mi madre retiró las casitas de las ventanas, pero me habría gustado que no lo hiciera. Quizá era solo porque me recordaban a mi abuela, pero se habían convertido en mis animales preferidos. Eran tan estilizadas, volaban tan rápido, cantaban tan bien… Aún me indignaba que mi madre las hubiese privado de las casitas.

Cuando el coche por fin entró renqueando en el pueblo, suspiré de alivio. Las casitas que rodeaban la carretera nos dieron sombra y el calor pareció dar una tregua entre las estrechas calles de piedra. El Viejo Tio Fede frenó en seco cuando mi padre lo aparcó en una de los orillos de la calle, y todos bajamos tan rápido como pudimos para librarnos de la asfixiante atmosfera de la lata de sardinas. Por turnos, pasamos por delante del maletero, donde mi padre se encargaba de cargarnos convenientemente con el equipaje que debíamos cargar hasta casa. Era la primera vez que iba a pisar aquella casa desde el funeral, pero yo intentaba no pensar en ello. Bajé la cuesta que conectaba la calle con la parcelita de mi familia, mirando de no tropezar en ninguna de las losas del desastroso empedrado.

Llegué a la puerta justo a tiempo para ver a mi madre pelearse con la vieja cerradura de la puerta. La casita de piedra parecía no querer visitas, pero al final, Adrián y ella lograron empujar el portón de madera, que se abrió con un lastimero chirrido de sus gozones oxidados. Que puerta más chivata. De pequeños, Adri y yo intentábamos abrirla sin hacer ruido para colarnos dentro y darle una sorpresa a la abuela. Pero la puerta avisaba de nuestra presencia por muy cuidadosos que fuéramos y nuestra abuela nos recibía con su voz cantarina: “Ahí están mis niños” decía. Me quedé quieta un momento en el umbral, casi esperando oír de nuevo aquella frase.

En su lugar, un trino musical me hizo alzar los ojos. Una golondrina me devolvió la mirada desde el nido que tenía debajo de una de las tejas. Sonreí casi con picardía y pasé al interior arrastrando el equipaje, sintiéndome en el hogar por fin, porque las golondrinas siempre vuelven  casa y cantan junto a las ventanas aunque no haya nadie para escucharlas.
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